No hace muchos días hablaba con mi amigo Ignacio acerca de lo poco constante que he sido en mi vida. Poco constante en general y desde siempre.
Cuando era una pequeña escolar, pasé por todos los deportes que ofrecía el colegio. Por todos. No le hice ni siquiera el quite a la gimnasia rítmica cuando, quienes me conocen, pueden atestiguar la falta de elasticidad que tienen mis ligamentos y articulaciones en general.
Estuve en todos los talleres extraprogramáticos que se ofrecían en el horario. Escribí poesías, compuse canciones, canté en actos de colegio y festivales varios. Bailé cueca con el grupo de folclore en un pueblito diminuto cerca de Curicó que se llama Rauco.
Hice platitos de greda, maquetas y hasta bicicross.
La falta de constancia me permitió aventurarme en instrumentos musicales también. Hasta el día de hoy chapurreo notas si me ponen una guitarra por delante y me sé algunas canciones de la Violeta Parra en mi flauta dulce marca Honner.
He sido tan poco constante, que desde que dejé las aulas, colegiales y universitarias, no he sido capaz de estar más de tres meses seguidos en un gimnasio.
Y no porque no me guste. No es eso.
Es un mal más endémico que tiene que ver con que, al parecer, la falta de novedad me lleva a un lateamiento precoz y fatal.
Me aburro rápido de las cosas, o tal vez las cosas se aburren de mí.
Estas relaciones son de a dos.
Lo bueno de ser poco constante, es que gracias a eso, he podido conocer miles de actividades diferentes. Personas diferentes, lugares diferentes.
La falta de constancia me llevó, irónicamente, a acercame a amigos que hoy son una constante en mi vida.
Las personas.
Eso, al parecer, es lo que tiene una permanencia en mí.
Y no es poco decir.
Al menos yo me siento orgullosa de ello. De ser capaz de estar en pareja hace cinco años y, ahora, de poder proyectarme a través de mi hijo, quien sabe por cuantos más.